28/12/13

DON TOMAS Y LOS RATONES

     
JOSE WATANABE

DON TOMAS Y LOS RATONES

 


 



Esta historia comienza cuando don Tomás encuentra  dos ratones entre las mazorcas del maíz que había puesto a secar bajo el sol.

Se alarmó como nunca: ¡los ratones estaban comiéndose los maíces que había cosechado!

¿Qué hacer para que se vayan y no regresen más?

En sus muchos intentos por espantar a los ratones, don Tomás hizo más grande, mucho más grande, el problema.

 

 Sentado en su silla de palo don Tomás contemplaba las mazorcas del maíz tendidas en su patio. Estaban secándose al sol.


Pensaba que era la mejor cosecha de su vida, cuando, de pronto, vio algo que lo espantó: dos ratones, uno blanco y otro gris, estaban devorando una mazorca.

 
Don Tomás pensó rápidamente: “Los ratones nunca andan solos, vendrá un tercer ratón, y un cuarto y un quinto y mañana habrá miles comiendo mi maíz”. Y mientras pensaba, los ratones se comieron media mazorca. Don Tomás tomó una escoba y corrió hacia ellos. Daba escobazos pero sólo golpeaba las mazorcas. Los ratones se movían muy rápido, corrían y se detenían más allá de donde caía la escoba.

 

 Cansado de perseguirlos, don Tomás se preguntó: “¿Qué hacer para desaparecerlos?, ¿comprar una trampa, una escopeta, un veneno, consultar con mi vecino o llamar a los que tienen máquinas para cazar ratones?” De pronto una idea le iluminó la cara: “¡Un gato! ¡Cómo no lo pensé antes: compraré un gato joven y de dientes muy afilados!”, dijo don Tomás.

 
Don Tomás compró un gato que empezó a pasearse  entre las mazorcas. Parecía un pequeño tigre. Los dos ratones desaparecieron, el blanco y el gris.

El gato es un animal muy vanidoso y piensa que los ratones huyen con solo verlo caminar.

Don Tomás ahora estaba en paz. Había visto huellas diminutas de dos ratones que huían velozmente. “Mi cosecha se ha salvado gracias al gato”, dijo. Por eso le compró en el mercado un pescadito de color rojo.

 

 

Don Tomás puso el pescado en un platillo y el gato comenzó a comer. Pronto apareció otro gato y otro y otro. Todos los gatos de los alrededores vinieron a comer el pescadito rojo.

Cuando terminaron de comer se pusieron a jugar. No se cansaban. Jugaban a quién destrozaba más mazorcas.

 

 Los escobazos de don Tomás no lograban espantarlos. Los gatos eran más ágiles que la escoba que caía. “¿Cómo hacer para echarlos?” Se preguntaba don Tomás. “¿Habrá policía especializada en gatos? ¡Qué pregunta tan tonta!”, exclamó. “La solución es más fácil: compraré un perro. Los gatos huyen de los perros”.

 

 

Y don Tomás compró un perro, un perro grande y de rostro feroz. Apenas lo vieron, los gatos  fugaron desesperados.

 

Pero no pasó mucho tiempo, apenas unos minutos, cuando don Tomás escuchó el ladrido de otro perro que se acercaba, luego de dos, de tres, de cuatro. Un instante después todos los perros de la vecindad  saltaron la cerca.

El perro comprado por don Tomás los recibió como si fueran sus más queridos parientes. Y al igual que los gatos, los perros encontraron que era divertido jugar entre los maíces. Correteaban, saltaban, se daban volteretas como si estuvieran en el mejor parque del mundo.

¡Estaban destruyendo la cosecha!


Don Tomás no sabía qué hacer para echarlos. Si los amenazaba con la escoba, los perros le enseñaban mil dientes. Entonces se sentó nuevamente en su silla de palo a pensar: “¿Y si cabo un pozo para que caigan dentro?”. Más desesperado aún, se preguntó: “¿Y si compro un cañón?”. Un pensamiento brilló como una chispa en su mente: “¡Buscar un fantasma!”.

Todo el mundo sabe que los perros le temen a los fantasmas. Cuando ven uno en la oscuridad aúllan y luego se refugian temblando de miedo entre las piernas de sus dueños. “Sí, un fantasma espantará a los perros”.

 

“¿Pero dónde conseguir un fantasma?”, se preguntó don Tomás.

Recordó que había una cueva en un cerro cercano. Allí los fantasmas se reunían de noche. Don Tomás iría a pedirle uno, al más viejo y gruñón, que lo ayude a espantar a los perros.

Llegó la noche, pero don Tomás no se atrevía a ir a la cueva.

Tenía muchas dudas: “¿Y si los fantasmas no son amigables?”, se preguntaba. Y como siempre, después de sus preguntas, tuvo una idea salvadora: “¡Una sábana blanca! ¡Sí, una sábana blanca puede ser un perfecto fantasma!”.

 

 
La luna redonda alumbraba la noche. Los perros se habían quedado dormidos. Don Tomás, en silencio, cubrió con una sábana blanca la escoba y la plantó en medio de las mazorcas.

¡Era un verdadero fantasma bajo la luna!: Los dos pequeños agujeros que le había hecho a la sábana eran dos aterradores ojos negros.

 

 

Un perro despertó y descubrió al fantasma. Sólo pudo ladrar una vez antes de quedar mudo y quieto como una estatua. Su ladrido despertó a sus compañeros. En ese momento el viento sopló más fuerte y el fantasma levantó los brazos. Los perros huyeron atropellándose entre ellos. Saltaron la cerca y desaparecieron en la oscuridad. Don Tomás, contento, los vio fugar. ¡Otra vez su cosecha se había salvado!


 

Aun era de noche. De vuelta a su dormitorio sorprendió a un fantasmita que caminaba hacia el fantasma de sábana.

“Pobrecito”, pensó don Tomás, “debe andar perdido”.

-ya te encontrarán, pequeño- lo alentó  de lejos -, Y se fue a dormir orgulloso de no haberse asustado con un fantasma  de verdad.

 

 

 

Cuando amaneció dos camionetas  se detuvieron en la puerta de don Tomás. Bajaron varios hombres y mujeres con cámaras fotográficas, cámaras de videos,  grabadoras de voces y mil aparatos extraños. Tocaron la puerta y don Tomás les abrió.

-Somos científicos-dijeron-cazamos fantasmas para estudiarlos. Anoche perseguíamos un fantasma bebé, pero se nos perdió por aquí.

-¿Cuántos fantasmas han cazado?-preguntó don Tomás.

-Todavía ninguno- contestaron ellos apenados.

-Tal vez no existen- dijo don Tomás.

-Sería terrible-respondieron ellos –perderíamos nuestro trabajo.

De pronto los científicos divisaron al fantasma de sábana. Corrieron hacia él. ¡Cómo corrieron! No tenían cuidado. Iban destrozando las mazorcas. Rodearon al fantasma, lo filmaron con sus cámaras y le tomaron fotografías para tener pruebas en caso de que desapareciera en el aire.

 


 
Don Tomás les dio alcance y les explicó que no era un verdadero fantasma. Para convencerlos retiró la larga sábana y solo quedó la escoba. Los científicos se pusieron muy tristes y comenzaron a irse decepcionados.

-Yo también vi al pequeño fantasma- confeso don Tomás para animarlos.

-¿También lo vio?- preguntaron ansiosos los científicos.

-Pasó por aquí en la madrugada. Ahora debe estar lejos. Pero era muy pequeño. Tal vez no valga la pena buscarlo.

-Todo fantasma vale la pena- dijeron los científicos y se fueron apurados en sus camionetas.

 

 

Don Tomás regresó a su patio y empezó a acomodar las mazorcas desordenadas. De repente, un leve ruido a sus espaldas  lo hizo voltear: el fantasmita estaba allí, parado sobre una mazorca.

-¿Dónde has estado escondido?

-preguntó don Tomás.

El fantasmita no respondió. Parecía asustado. A don Tomás le entró  una sospecha. Tomó el vestido del fantasmita y tiró. Era un pañuelo. Quedaron al descubierto dos ratones, uno blanco y otro gris, uno subido en los hombros del otro.

 


-¡Son ustedes!-exclamó don Tomás –. Desde el día que los vi empezaron todas mis desgracias. Mejor los hubiera dejado de comer un poco más de maíz. Los ratones asintieron entusiasmados con la cabeza.

-Está bien. Coman, pero por favor, no llamen a más ratones.

Y mientras los ratones empezaban a comer don Tomás miraba feliz cómo el sol brillaba en el maíz amarillo.

 

 


 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ENTRADAS POPULARES